viernes, 18 de junio de 2010

Motivo de investigación

El objetivo de este estudio es aprender a localizar los elementos de los que dispone un gran centro comercial, orientado más a un supermercado con numerosas secciones, no sólo alimentación.



El trabajo ha sido dividido en cuatro partes, analizando un elemento en particular cada investigador, aunque en todos los trabajos han acabado participando todos investigadores.

Las necesidades que llevaron a la investigación
- Saber qué artimañas se emplean contra los consumidores, y si se pueden anular.
- Conocer los entresijos para preparar las manipulaciones en un gran centro comercial.
- Analizar los efectos sobre el consumidor medio.

La conclusión
El consumidor es manipulado constantemente, y aunque lo sepa, no puede o quiere evitar serlo, porque ya se ha acostumbrado, y sabe funcionar así. Quizá si eliminásemos las “trampas” elaboradas por los técnicos comerciales de los grandes centros comerciales el equilibrio del sistema capitalista caería por no alimentar a la bestia consumista.

Equipo de investigación

El equipo del proyecto de investigación sobre la “Manipulación del consumidor en los grandes almacenes está compuesto por (en orden alfabético):

Javier Ceballos

Ignacio Meléndez

Elisebeth Miralles

Antonio Rodríguez

domingo, 13 de junio de 2010

Bibliografía

Fenómeno Low Cost - Josep - Francesc Valls (y otros autores)

Estrateguas en márketing directo - Bob Stone

Marca y Publicidad Comercial - Martínez-Echevarría, Pérez & Ferrero. Abogados

Fundamentos de mercadotecnia internacional - Warren J. Keegan - Marj C. Green

Estructura social. La realidad de las sociedades avanzadas - Antonio Lucas Marín

Teoría sociológica moderna - George Ritzer

Teoría sociológica clásica - Salvador Giner

Teoría de la comunicación y gestión de las organizaciones - José L. Piñuel Raigada

La investigación cualitativa en marketing y publicidad - Pere Soler

Psicología y técnica de la conversación en venta - Jan L. Wage

En el arca no se venda - Robert Rodergas

Los pilares del marketing - Bernardo López-Pinto Ruiz, Marta Mas Machica, Jesús Viscarri Colomer

Propaganda y manipulación - María Victoria Reyzábal

La publicidad comparativa - Salvador del Barrio García

La publicidad y el consumo. Parámetros de análisis - Luisa. M. Hernández (Estudiante)

El ataque de los grandes centros comerciales - José Ángel León Bustamante

Consideraciones éticas y teoría del consumo - Enrique Fidel

Educación y protección del consumidor

Músicas invisibles: la música ambiental como objeto de reflexión - Josep Martí

Consumo sin conciencia: Anatomía de la vida zombi - Jaime Cuenca

Pasado, presente y ¿futuro? de los centros comerciales - Lucerito

Los grandes centros comerciales y el consumidor postmoderno - Luis Enrique Alonso (Profesor de Sociología en la UAM)

La conducta del consumidor en una economía local - Carmen O. Bocanegra Gastelum, Miguel Angel Vázquez Ruiz

El ocaso de los centros comerciales - Universia Knowledge@Wharton

Los Centros Comerciales y Consumismo - EderNauta

El Consumismo Inconsciente - Colegionavarra

El poder de la publicidad en el punto de venta – PLV - Graphispack associacion

El color, los productos, el packaging - Graphispack associacion

Marketing Viral - El consumidor fichado por/para la Publicidad - Graphispack associacion

Sobre consumidores, puntos de venta, marcas, publicidad. La noche temática (I). - Graphispack associacion

Diseño de Centros Comerciales - digital1por1

sábado, 12 de junio de 2010

La música

El consumidor no se percata de cómo tiran de los hilos de su marioneta a la hora de comprar en un gran establecimiento. Las reglas son muy sencillas: Las luces marcan la marcha, los pasillos formados por los estantes, la dirección, pero la música marca el ritmo.



El objetivo de la utilización de la música es amansar al ganado, término con el que vamos referirnos a una masa cuantiosa de consumidores. En un centro comercial, sobre todo en uno grande, el público no va a ir al mismo ritmo. Los que van con la lista de la compra y se conocen el local irán derechos a por lo que quieren. El que se ha acercado a coger algo específico y ha decidido a última hora realizar ya de paso la compra del mes, irá viendo qué puede hacerle falta. Las personas que vayan con niños no disfrutarán tanto como los que vayan sin ellos, y los jóvenes no irán a la misma velocidad que los más mayores, recorriendo los pasillos.

No es lo mismo saber qué producto comprar que saber qué marca comprar. En el primer caso, el consumidor sabe que necesita adquirir algo para solucionar un problema (hambre, suciedad, una función específica…) mientras que los segundos tienen un problema, saben que producto puede solucionárselo, y además sabe elegir entre todos los sustitutivos una marca en particular. Entre estos dos casos puede haber media hora de diferencia. No es lo mismo llegar, mirar, elegir y comprar; que llegar y comprar.

Para todos estos casos, la utilización de la música es fundamental. Produce un efecto zombie en toda la población asistente, y les hace moverse al son de lo que se escucha. Más bien se oye, porque la magia de la utilización de esta técnica es que es casi imperceptible. Lo mejor del oído es que es un sentido que se acondiciona a los estímulos enseguida, y al sujeto se le puede manipular por él sin que este se entere.

La música suena y el cuerpo se adapta a ella. El ritmo de los pasos desacelera para adaptarse a la música. La compra se relaja, siguiendo el compás que también marca el resto del mundo, que ya va hechizada por el mismo ritmo. Las preocupaciones desaparecen y queda la mente vacía, dispuesta a asimilar aquello a lo que se ha venido: A comprar.

La mayoría de las investigaciones que se han desarrollado sobre este fenómeno se han centrado sobre todo en las tiendas de ropa, donde el efecto que se busca no es el de atraer a la gente y que se quede a comprar. A una tienda de ropa, sobre todo exclusivamente femenina, las clientas ya vienen por si solas. Lo difícil es que se decidan por algo y se vayan. A poder ser, habiendo comprado algo. Para ello, la música juega un papel fundamental. La música machacona y rápida.

La compradora ha venido a probarse la mitad de la tienda cuando sabe que su capital sólo la permite comprarse media camiseta. El objetivo de los programadores de la música en estos establecimientos es impedir que desordene todo, lo acapare bajo los brazos, vaya al probador, disfrute imaginando cómo luciría todo lo que ha agarrado, y al final se marche sin comprar nada. Ya se pusieron límites de prendas a probar en un probador, pero eso sólo sirvió para que las clientas (sobre todo las jóvenes) saliesen y entrasen cincuenta veces a mirarse al espejo con nuevas prendas.

Silvia Ferrada Vergara realizó un gran estudio sobre el tema en las tiendas de ropa. A continuación, un extracto de su trabaja, diferenciado con otro estilo de letra para que no se pueda opinar que estamos plagiando, sino citando las fuentes:

Acústica y Música
Los efectos del ruido: Introduciremos el tema mediante un par de definiciones:

Sonido. el que se oye, resulta del estímulo de los nervios auditivos por
vibraciones, ondas acústicas en el aire. En el interior de un espacio, el reflejo del sonido de techos, las paredes, y los pisos pueden causar una acumulación grande del sonido. El ruido se compone de sonido directo y de sonido reverberante. El sonido directo es el que viaja directo de la fuente al receptor. El sonido de Reverberante es el que alcanza el receptor solamente después que se ha reflejado y disminuido en todas las superficies.

Control del ruido. el ruido es sonido indeseado. Puede ser de habla o música,
sonidos de fuerzas naturales tales como viento y lluvia, o sonidos mecánicos de motores, de engranajes, de ventiladores, de neumáticos en el pavimento, del chillido de los frenos, del zumbido del equipo eléctrico, o del estallido de un cañón. Las fuentes potenciales del ruido, en sociedad contemporánea, son tan diversas en sus características que es imposible establecer cualquier generalización sobre ellas. Cada problema del ruido se debe analizar individualmente para determinar la fuente, y en consecuencia una solución. Así es que, para controlar el sonido indeseado, es posible aislarlo en su fuente, localizando la fuente lejos del ambiente reservado deseado, y eliminando las trayectorias de las ondas acústicas aerotransportadas.

Estas características son particularmente importantes en el planeamiento de los
ambientes comerciales, donde el control del sonido debe ser una consideración fuerte.

Desde el piso y los techos están generalmente las áreas superficiales más grandes del espacio, ellas se convierten en áreas de blanco para la reverberación. Un espacio con los pisos de madera dura o de azulejo y/o con áreas de cristal grandes, especialmente en combinación, puede justificar la introducción de mantas, colgantes en paredes, o de otra superficie absorbente para mejorar la calidad acústica.

El control acústico es otra cualidad importante de superficies con textura.

La forma de un espacio interior puede causar problemas acústicos o ansiedad. Los principios del tamaño y de la forma del espacio se pueden combinar con los materiales y montajes para alcanzar un buen control acústico. Las superficies cóncavas pueden enfocar ondas acústicas.

Los efectos de la música
Los primeros estudios sobre los efectos de la música se ocuparon básicamente de recoger las actitudes y opiniones de los gestores de establecimientos y de los clientes. En uno de estos estudios (Burleson, 1979) los gestores de los establecimientos expresaban la creencia de que sus clientes compraban más como consecuencia de la música de fondo y que la música tenía efectos positivos sobre el estado de humor de los consumidores. Sin embargo, cuando se les preguntaba si estas creencias y opiniones se fundamentaban en alguna investigación realizada por ellos mismos u otras instancias, todos sin excepción contestaron que no o que no lo sabían. En este mismo estudio, cuando se preguntó a clientes de varios establecimientos si preferían aquellos que tenían música, casi tres cuartas partes de la muestra contestaron de forma afirmativa, y, aproximadamente, dos tercios decían que compraban más o que probablemente compraban más en establecimientos con música de fondo.

En otro estudio publicado el mismo año (Linsen, 1979), realizado con clientes de supermercados, se encontró que tres cuartas partes de los consumidores preferían realizar la compra con música de fondo, y más de dos tercios opinaba que la presencia de la música era un indicador de que los gestores del establecimiento se preocupaban por ellos. Ahora bien, más allá del nivel de las opiniones, ¿la música, como característica de una situación de consumo, realmente tiene
efectos sobre las conductas de consumo?.

En uno de los primeros estudios realizados en dos grandes supermercados se
encontró que la intensidad de la música tenía efectos sobre la conducta de compra(Smith
y Curnow, 1966). Los autores variaban la intensidad en ocho situaciones
experimentales contrabalanceadas, en unos casos la intensidad era alta y en otras baja. Se encontró que cuando la música era fuerte la permanencia en el establecimiento era significativamente menor que cuando era suave, aunque no había diferencias significativas ni en las ventas ni en el nivel de satisfacción expresado por los consumidores.

Teniendo en cuenta estos resultados y las opiniones de otros autores, Milliman
(1982) consideró que parecía más apropiado estudiar los efectos de diferentes
dimensiones de la música en situaciones específicas(suave-estruendosa,
rápida-lenta) que pretender obtener conclusiones generales sobre sus efectos. De acuerdo con esta consideración, investigó el impacto de la música en los procesos de compra; para ello manipuló el ritmo de la música de fondo con el propósito concreto de ver como podría afectar a los clientes de supermercados. A lo largo de nueve semanas utilizó tres tratamientos: a) sin música, b) ritmo lento y c) ritmo rápido. Los resultados indicaban que el ritmo del flujo de los compradores dentro del supermercado era significativamente más lento con la música lenta que con la música rápida. También encontró diferencias significativas en el volumen de venta diario.

Los mayores volúmenes de venta estaban consistentemente asociados con las cadencias musicales lentas
(aproximadamente un 38% más), mientras que las ventas más bajas estaban
asociadas a las cadencias rápidas.

Según estos resultados, parece que a medida que el consumidor se mueve más lentamente por el establecimiento tiende a comprar más y, por el contrario, a medida que se mueve más rápido tiende a comprar menos. Cabe señalar además que la mayoría de los compradores no fueron conscientes de la música de fondo y no se encontraron diferencias entre los tres tratamientos a este respecto. Es como si los efectos de la música estuvieran actuando por debajo de determinados niveles de la conciencia.

El trabajo de Silvia Ferrada Vergara seguía con 26 páginas más sobre los efectos de la música en el consumidor, y aproximadamente 50 páginas más sobre los efectos de la música en el individuo, tanto en el trabajo como en el hogar.

El problema que surge en un centro comercial es que no tiene un target de público concreto como una tienda de ropa especializada. Van desde ancianos a niños. Y añadimos niños porque tienen un poder de decisión muy alto, no de compra, pero sí de selección.

No toda la música acierta con todo el público. Habrá a quien le guste, y a quien le espante. Sirven las mismas reglas que se utilizan en las tiendas de ropa: La rápida hará que la gente compre y se vaya velozmente. La lenta, hará que se paseen por el centro, buscando ofertas, o complementos, o productos sustitutivos porque están cansados siempre de los mismos.

Pero aquí entran los gustos. Una canción lenta de un autor que tenga un sector muy cerrado de público echará igualmente al público, como una canción rápida. Y una canción rauda que guste a mucha gente conseguirá el efecto contrario, que la multitud se quede apalancada por los pasillos por el hilo musical.

En la actualidad, España cuenta con un inconveniente nuevo que hasta ahora no había supuesto ningún problema: Los derechos de autor. Los cantantes debían de agradecer que utilizasen sus canciones como hilo musical en los centros comerciales donde venden sus discos, puesto que si gustan, los compradores podrían comprarlos. Pero con la aparición de la SGAE, y sus ganas de sacar dinero, cualquiera pone una canción comercial en un edificio donde pueda oírla gente. O la radio. Cada centro tendría que, según las normas de la SGAE, no las leyes, pagar una tasa para poder utilizar esos discos, o más extraño aún, utilizar la radio, cuando la radio es un medio de comunicación público y las emisoras ya han pagado por la utilización de esas canciones.

Se ha de evitar los hilos musicales conocidos como “de ascensor”. Melodías sin letra que sólo sirven para rellenar silencios. No es el objetivo, pues no suelen tener un ritmo muy marcado, y el objetivo de su uso es forzarles a llevar una marcha determinada (el mismo ejercicio que se estudió en “El club de los poetas muertos” con el desfile y las palmas).

Cada centro comercial podría tener una canción particular que determinase el cierre del local. Vendría a suponer que el cliente que está en un supermercado X, cuando escucha determinada canción, supiese que era la hora de salir. Es un ejercicio que se da mucho en locales de copas, sobre todo con un público entre 20 y 35 años. Si ponen música actual, y acaban poniendo Mediterráneo de Serrat, todo el mundo sabe que debe salir, porque van a cerrar. Y no ha habido ninguna molestia sonora por parte de los altavoces. El ejemplo de Mediterráneo es real, y se utiliza sobre todo en Guadalajara.

Tocado el tema de los altavoces, se ha de advertir que el ritmo que se les ha marcado con la música se ve roto cuando la música cesa. Aún así, el ritmo permanecerá en los cuerpos unos seis minutos. Pero el ritmo se rompe inmediatamente si la música cesa (sobre todo a mitad, sin fundido sonoro) y aparece por megafonía la voz de un dependiente anunciando una oferta.

Podemos notar más la utilización de la música rápida en los centros comerciales durante los fines de semana durante todo el año, y durante toda la semana en periodos de rebajas y navidad.

Esto puede chocar con el concepto “conseguir más beneficios”, puesto que si el posible consumidor pasea por los pasillos, podría optar por comprar más productos que ni tenía pensado adquirir. Pero hay que tener en cuenta la cantidad de personas que ocupan un espacio limitado de espacio. Si se acumula mucha gente, lo que se acaba consiguiendo es el agobio y que un gran porcentaje abandone el local sin comprar nada. Mientras que si se les hace desfilar como hormigas en una granja de cristal, se consigue que adquieran un producto (mínimo) y se vayan pagando.


Imaginemos si no la época de navidad. La sección con más lleno será la de juguetería. Si no conseguimos que se vaya vaciando, llegará un momento que la gente deje de ir, y realmente lo que tendremos en la sección serán veinte padres mirando y toquiteando juguetes. Acabarán comprando uno cada uno, no toda la sección. Con la música rápida, con marcados puntos de inflexión, conseguiremos que se pongan más nerviosos porque se acercan las fechas y no encuentran los juguetes que ellos esperaban (no suele ser el caso) y acaban comprando lo primero que pillan, si no es el que buscaban el más parecido. Dejan la sección de juguetería y ya puede venir más gente.

Hay que tener cuidado con la utilización de la música lenta cuando el local esté medio vacio. Nuestro objetivo es que los pocos consumidores que se encuentren en él den más vueltas buscando más productos, y se sientan a gusto con un ritmo lento para poder pasear tranquilamente disfrutando de los estantes y góndolas que vean. Queremos que la poca gente que hay compre más.

Si utilizamos un ritmo de música menor a lo recomendado, lo que viene siendo un ritmo muy lento, podemos hipnotizar por completo a los consumidores, y esto no es del todo bueno.

Pensemos en aquel consumidor que tiene pensado de antemano qué va a comprar, pero no se hecho una lista física para ir siguiéndola. Si ponemos un ritmo de música muy lento, conseguiremos con él el efecto zombie antes nombrado. Pero el efecto zombie en una persona que lleva una lista de compra mental… Sólo conseguiremos que la olvide. Y eso puede estar muy bien, porque puede significar que se pateará todo el centro buscando qué necesitaba. Pero también puede significar que coja lo primero que recuerde, y se vaya. Con la lista en su cabeza, podía pasearse de sección en sección, recogiendo todo lo que necesitaba realmente, y por el camino, otear aquellos productos que no necesitaba, pero podían caer en su carro por tentadores.


Debería existir un puesto de trabajo fijo y físico que se encargase de vigilar cuantos consumidores hay en un centro, y concretar con ese dato qué tipo de música debería poner. Este trabajo existe, pero lo ejecuta un encargado con muchas más cosas que hacer, así no puede fijarse si la elección de los temas musicales (no interfiere aquí la velocidad de la música) gustarán al público. Como hemos dicho antes, no es lo mismo que guste un tema, que no guste, o que provoque indiferencia pero marque un ritmo (el recomendado).

Muchos centros comerciales apoyan esta teoría de la música y cuando quieren cerrar, avisan por megafonía y acaban poniendo la música rápida para echar a la gente. Con esos ritmos raudos, la gente acelera, acaba de comprar o lo deja para otro día, y se van a las cajas. Peligro: Estamos hablando de mucha gente que deja la compra para última hora, manejando pesados carros por pasillos muy extraños, y ahora encima deben ir rápido. El caos estará conseguido.

Pero no hay nada que ponga más nervioso a la gente que apagar la música y no dejar nada. Sobre todo cuando se ha avisado que se va a cerrar ya. Habían puesto la música rápida, habían avisado de que iban a cerrar, y de pronto, apagan la música. Ni mensajes dan ya. Es lo que más tensa a un comprador. Si la música siguiese, daría igual incluso que apagasen las luces del fondo, que el comprador seguiría con su ronda hasta terminar de conseguir todos los productos que tenía pensado, y los que iba viendo por el camino.

Los silencios, como se estudia en cine, no deben ser gratuitos, porque frustran al espectador / consumidor más que otra cosa.

Por Elisabeth Miralles

Los carros


Con la prohibición de llevar los productos que se van a comprar en bolsas de plástico o carros de tela por temor a que les roben (los más mayores prefieren utilizar estos métodos a usar las incómodas cestas o los pesados carros, con lo que se han ganado innumerables broncas de guardias de seguridad que no entienden cómo pueden meterse los productos en las bolsas “sin pagar” delante de ellos), y que los embalajes son cada año mayores, ocupando más espacio, lo que impiden llevar los productos en la mano, y que no quepan más de dos en un cesto, el consumidor se ve obligado a utilizar un carro en el centro comercial.



Pero a diferencia de lo que piensa la gente, el carro no es una herramienta que ayude en el trabajoso esfuerzo de realizar la compra. Es un elemento que ha puesto para ti el comercio. Pero cuando decimos “para ti”, queremos decir “para ellos”, puesto que es un vehículo preparado para manipular al consumidor en sus decisiones. ¿Por qué los encargados de organizar el supermercado iban a poner una herramienta que facilitara el trabajo gratis? ¿No es mejor una herramienta que haga creer que facilita el trabajo al usuario, y que realmente reconduzca al comprador a lugares y marcas donde ni se hubiese fijado?

Seguramente a todos nos ha pasado. Vamos empujando el carro, mirando los estantes, y de repente, nos comemos el carro de otro, choque. Tras la discusión o las disculpas (o ambas), bien podríamos echarle un vistazo al carro afectado, y descubrir productos que no habíamos pensado adquirir, pero sólo por haberlos visto ahora nos interesan.

Posiblemente esta anécdota no le haya pasado a nadie realmente, pero es con lo que sueñan los comerciales: Accidentes fortuitos para promocionar los productos. Bien podrían inventar el trabajo de chocador profesional. Un empleado vestido de paisano, que se dedique a llenar su carro y a chocarse contra los despistados. Entre bronca y bronca, algún consumidor se dará cuenta de que los tomates están de oferta, o que ahora los bricks de leche los venden de cuatro en cuatro.
Claro que tendrán que turnarse varios empleados, porque en veinte minutos, que le mismo hombre se haya chocado contra cuarenta compradores… Se acabarían dando cuenta.

Lejos de toda esta inventiva que acabará por implantarse (al tiempo), es muy difícil que se produzcan estos choques realmente, por dos motivos.

El primero, y no por ello más importante, es porque los pasillos están concebidos de tal manera que quepan dos carros y medio. De esta forma, podrían ir uno en cada dirección, y aún habría la esperanza de adelantar al de delante si va despacio o se ha parado. Muchos estudios indican que el tamaño real de los pasillos, su anchura, tiene capacidad real para tres carritos. No es por meternos contra esos estudios, pero si alguien ha realizado la prueba, verá que tres carros no pueden conducirse en paralelo en un supermercado, entre otras cosas, porque los de los extremos estarían rozando los estantes (sin pensar que hayan colocado los carteles a través, para que los vean los clientes sin pararse, porque entonces se llevarían más de la mitad del estante con ellos), frenando la marcha. La frenarían si fuera posible tal marcha, porque habrían quedado encallados entre ellos, apretujados, sin capacidad para moverse.

El segundo motivo que evita los accidentes es que el consumidor asume que el manejo del carro es similar a la conducción de un vehículo. Por ello, siempre va a tener “el arcén” (el estante) a la derecha. Los que van en sentido contrario, les pasarán por la izquierda, y el impaciente que quiera adelantar, tendrá que invadir el sentido contrario (el carril de la izquierda) a cuenta de su propia integridad y salud.

Claro que el sistema tiene fallos. Si el consumidor se ha olvidado de adquirir un producto de un estante que ha pasado, dar marcha atrás, con toda la gente que viene, está prohibido. Luego tendría que toda la vuelta al pasillo, cruzarse otro, hasta regresar al punto perdido. Esto es lo que se debería hacer. Pero realmente, lo que sucede no es eso. La gente deja el carro aparcado, y corre a buscar su producto. Y no corre para que el tiempo que ocupa espacio y molesta a la gente sea menor, si no para que no le roben el carro. Porque vamos a ver… Si ya cuando se descuida un cestillo, hay quien lo aprovecha ya lleno para no tener que darse un paseo a por uno, ni ir rellenándolo… ¿Cómo vamos a pensar que nadie va a aprovecharse de un carro ya lleno, si incluso sacarlo de su “parking” ya cuesta un euro?

Todo está pensado con el carro. El espacio físico que ocupa el comercio está diseñado para que el usuario entre por la derecha de las cajas, siempre y cuando haya espacio a la derecha para colocar un mostrador o un escaparate y vender así sus productos más novedosos, o los que nadie va derecho o con intención de comprarlos. Al menos han ganado ese primer impacto. Se construyen así los espacios según la teoría de que el ser humano, al entrar en un recinto, suele fijarse en la derecha. Esta teoría es científica, psicológica y está altamente comprobada, pero yo pregunto… Si está manejando un carro de hierro, que pesa y puede atropellar a los consumidores que no estén armados con otro carro… ¿No será mejor que miren al frente?
Para los vendedores, que el comprador maneje un carro es una ventaja, porque a la hora de moverse, tienen que aumentar la percepción de sus sentidos, puesto que pueden dañar a alguien o a algo. Luego se están fijando en todo con mucha mayor atención. Además, lo hacen sin darse cuenta, puesto que la parte activa del pensamiento está ocupada en manejar maquinaria pesada (y pesa cada vez más según se va llenando), mientras que la pasiva va asimilando marcas. La voz que actúa en la cabeza del consumidor dice “cuidado, cuidado, gira un poco a la derecha, esquiva esa mancha del suelo, no des al niño…” mientras que la pasiva va enumerando productos “salchichas Óscar Mayer, Pate Lapiara Pata Negra, Pizza El Caserío..:”. Cuando el consumidor presta atención a la lista elaborada (o no) de la compra, y se pregunta qué marca podría comprar de determinado producto, a su mente acudirá raudo y veloz un nombre, pues ya estaba almacenado ahí. “¿Qué salchichas compro? Óscar Mayer”. Sin necesidad de pensarlo.

Pero la mayor trampa, destinada a hacernos perder tiempo y a que descubramos nuevas marcas, es la manipulación del carro en sí. Concretamente, en la rueda derecha delantera.
Posiblemente no se hayan fijado, y si van a hacer la compra en pareja y mandan al otro a por el carro, siempre le echarán la bronca por coger un carro que funcione mal. Se equivoca. Todos los carros son así. Se escoran hacia la derecha. Trata de llevarlo recto, pero se tuerce. Si quiere mantenerlo hacia el frente, tiene que ejercer una fuerza constante hacia el lado izquierdo, para igualar.

¿Y por qué hacia la derecha?
Justamente por todo lo dicho anteriormente:
La entrada a la zona de compras está a la derecha de las cajas. Al entrar, a la derecha habrá una zona de escaparate donde estarán colocadas las novedades o aquellos artículos que no se venden por sí solos. El carro nos manda hacia allá.

El sentido de circulación con el carro es semejante a la manera de circular con un automóvil. Que el carro fuera hacia la izquierda sería una locura, porque significaría invadir el carril contrario y provocar un accidente, un choque frontal contra otro carro.

De hecho, el carro va contra “el arcén”, el estante, chocándose constantemente contra él, o raspando el lateral, si el usuario no lo controla. ¿Qué se consigue con esos choques? Que el usuario se fije en el estante. “Mira, he vuelto a chocar, este carro que elegiste funciona fatal, pero… ¿Teníamos patatas en casa? Porque ya que estamos, ¡cogemos un par de bolsas!”
La concentración ejercida por la parte activa del usuario a la hora de manejar un carro debe esforzarse mucho más sabiendo que el carro tiene un defecto y que hay que controlarlo. De esta forma, la parte pasiva se está quedando con muchas más marcas, porque en ningún momento el cerebro activo deja de funcionar y se pierde en lo que debería pensar: Qué quería comprar, y dónde está. Si el usuario contestase a esas preguntas, una compra normal duraría 20 minutos en lugar de horas y horas.

El último elemento que posee el carro y trabaja en contra nuestra es la sillita. Podríamos pensar que realmente es un artilugio que nos evita arrastrar al niño pequeño, que lo perdamos o que tengamos que cargar con él. Hay que tener en cuenta que la mayor manipulación a la nos sometemos cuando estamos comprando es la producida por nuestros propios hijos, y sus caprichos. Recordemos el anuncio donde un padre joven debía de aguantar las pataletas de su hijo de dos años porque no le compraban lo que él quería. El anuncio era de preservativos, pero eso no viene al caso.

No caemos en la cuenta que la sillita pone al niño a la altura de los ojos del adulto. Si ya de por sí, a su altura, le ponen todas las tonterías y guarrerías a su alcance (ver el post sobre la altura de los productos en los estantes si no creen esto), ya de por sí, subirles a nuestro nivel, es lo peor que se puede hacer. Querrán de todo, y aquellos que tengan la mano larga, lo cogerán y lo meterán en el carrito. Quizá te des cuenta cuando vayas a pagarlo, o cuando ya lo hayas pagado.
¿Pero cómo están colocados los niños? Están colocados hacia atrás, mirando hacia nosotros. Podríamos pensar que estar así es una ventaja para nosotros, así no pueden prepararse para lo que venga a continuación en los estantes, pero es mucho peor. Así están atentos a lo que hemos pasado. Y si algo les interesa, nos harán parar. Con gritos, con llantos, pero querrán que volvamos a por algo. Y si algo hemos aprendido, es que volver con el carro sobre nuestros pasos está prohibido. Entonces, imaginad cómo se pondrá el niño si nos alejamos. Aunque sea para dar la vuelta a todo el pasillo y volver al punto perdido. Porque… No vamos a dejar al niño sólo con el carro. ¿Cómo podemos esperar que defienda el carro y su moneda de un euro con tan pocos años?

Como los poderes del carro empezaron a ver la luz a ojos del consumidor, éste empezó a preferir usar los cestillos. Los llevaba en las manos, y así nada ni nadie podía manipularle. El niño, en la otra mano, arrastrándole. Si hacía falta coger algo de los estantes, se dejaba el cestillo en el suelo, se cogía el producto, y se echaba. ¿Que el cestillo se quedaba corto? Se cogía otro. Para eso estaba la pareja o el hijo crecidito.

Los comerciantes se dieron cuenta de este suceso, y decidieron “facilitarle” la tarea a los usuarios, añadiéndole ruedines al cestillo, y un asa supletoria telescópica y plegable. La trampa había renacido. De nuevo, uno de los ruedines hacía el juego de irse para un lado.
Con los cestillos hemos de identificar un trabajo más perfeccionado, puesto que toda la teoría del carro tuvo que ser trasladada a un elemento más pequeño y menos pesado. Lo que parece una tontería tiene mucho estudio, puesto que el carro escora hacia la derecha mientras que lo empujan desde detrás, mientras que el nuevo cestillo es arrastrado desde delante. Luego la rueda manipulada no debería ser la misma, puesto que entonces, al tirar en vez de empujar, el cestillo escoraría hacia la izquierda, cosa que, como ya hemos visto, sólo produce accidentes.
El cestillo, ha diferencia del carro, puede ser de dos tipos: Con dos ruedas, que se porta inclinado, como las maletas de viajes ligeras. O con cuatro ruedas, las 4 con ejes móviles, que permiten girar para cualquier lado, como un carro.

Se ha de saber que el cestillo de dos ruedas, al estar estas fijas sobre un solo eje, no pueden ser alteradas.

Pero en cuanto el consumidor se de cuenta de los problemas que le da el cestillo, no se pasará al carro. Ni si quiera empezará a llevarse bolsas de la compra de plástico como los abueletes, para luego ir a pagar (las miradas amenazantes de los de seguridad, que no entienden cómo pueden robarles en la cara lo impiden), sino que, simplemente, levantan el cesto. Para algo sigue llevando el asa central.
El siguiente paso es la eliminación de ese asa. Entonces, la manipulación será perfecta y nadie podrá escapar.

Por Ignacio Meléndez Alonso

Cambiar la colocación de las secciones

Pensemos en un centro comercial, tipo supermercado, como en un hormiguero. Todo son laberintos, conductos que llevan a otros pasillos. ¿Dónde está el símil? No hay indicaciones para llegar a lo que queremos.



Las únicas indicaciones con las que cuenta un centro comercial son tan genéricas y señalan una porción tan amplia de terreno que no resultan útiles. Si queremos comprar Coca – cola, tendremos que llegar a la sección de bebidas. Esa sección no existe, así que tendríamos que buscar la sección de alimentación. Cuando lleguemos a esa sección, buscar dónde se dejan las bebidas. Aquí debemos identificar qué parte es de vinos, qué de aguas (porque la carta de aguas ha crecido incluso en los restaurantes) y cuál de refrescos. Al conseguir llegar a la de refrescos, buscar los especializados, los que tienen alcohol… Etc. En definitiva, un laberinto lleno de líos y equívocos cuyo objetivo es tener al consumidor y futuro comprador dando vueltas y vueltas para que se fije en productos que ni si quiera había pensado comprar, para su futura e inmediata adquisición.

¿Quién se salva de todo esta absurda y gran pérdida de tiempo maniobra distractoria? Aquellos compradores que ya se conozcan el supermercado.

Una estrategia tan elaborada por los estudiosos de marketing y los planificadores de compras se solventa con la rutina. Conocerse el supermercado salva de tener que dar vueltas y vueltas con el pesado carro buscando los productos que se desean. Basta ya ir con la lista de la compra para no dejarse tentar por otras marcas, y resulta que el ejercicio de consumir se realiza en 20 minutos.

Llegaba la hora de contraatacar al equipo del supermercado. ¿Cómo lo harían? Pues eliminando la barrera del recuerdo y creando una nueva selva de estanterías: Recolocarían todo el supermercado.

La recolocación de todos los productos es una estrategia cruel y muy pensada, ideal para que las personas mayores se sientan perdidas y desorientadas, y acaben comprando cualquier tontería que no necesitaban. Igual que pasaría con una persona de 40 años o menos, salvo por la necesidad que tendrían de preguntar a una dependienta o a un reponedor cómo salir de ahí.

Porque la ventaja de comprar en el supermercado de toda la vida es esa: Que lo conoces, sabes dónde está cada cosa, con su precio y sus ofertas. De hecho, en cuanto a las ofertas, sabes cuándo empezarán para cada producto o marca según la época del año. Cuando te lo cambian, piensas que has viajado lejos, lejos…

Para que la situación genere más caos, a la recolocación de los productos se puede añadir la sustitución de la plantilla, para que esas personas mayores que hemos mencionado queden atrapadas de por vida, preguntando ya a desconocidos que tampoco saben salir de la sección de congelados.

Esta situación, que suele darse a mala idea y que estamos exagerando para que se vea el grado de peligrosidad que puede tener un supermercado a la hora de reducir la población activa, puede darse sin intención de subir los beneficios en varios casos:

Primero: Que la compañía encargada del supermercado haya sido absorbida o comprada por otra compañía. La plantilla suele sustituirse por completo, y la estrategia de mercado se adapta a la de la compañía absorbente. El nombre del supermercado cambia.

Segundo: Que la compañía se fusione con otra. Entonces ya se verá cuál era la más fuerte y qué estrategia se lleva. Si la otra es la que gana, toda su estrategia será impuesta sobre el supermercado. La plantilla se suele quedar.

Tercero: Renovación de estilo. No se busca el beneficio generado por la pérdida física de clientes entre las estanterías y sus adquisiciones de productos por la espera, sino rejuvenecer el local.

Cuarto: Análisis del mercado. Si no se han conseguido los beneficios esperados, cambiar la estrategia y renovar el local. La plantilla, si ha cumplido, se queda.

Pero olvidémonos de estas cuatro opciones, y centrémonos en la que nos interesa: La recolocación de todo el supermercado, productos en estantes, estantes en el suelo, colores, dependientes… Todo, por conseguir que los clientes no encuentren lo que quieren, se tengan que fijar en todos los estantes, así conseguir que les apetezca comprar otros productos que no tenían pensado adquirir.

La colorimetría y su estudio no es algo nuevo. Se ha utilizado desde hace más de treinta años en edificios públicos como escuelas y bibliotecas, con colores cálidos que invitan a la relajación y ahuyentan la frustración y el nerviosismo.

En un supermercado, los colores deben invitar a la relajación. Colores suaves en los pasillos, para que los carteles de ofertas y precios desentonen y llamen más la atención. Los carteles, a poder ser, en rojo, puesto que no sólo es el color de la pasión, sino de la necesidad. Casi se podría decir que de la compra compulsiva.

Si mantenemos relajados a los compradores, pasearán más, disfrutarán de su tarde comprando, y acabarán metiendo en el carro más productos de los que inicialmente pensaban. Sobre todo aquellos productos remarcados en rojo por el precio.

Por el contrario, en las cajas, y cerca de ellas, debe haber colores vibrantes, que despierten la mente de los consumidores, que ahora se convierten en pagadores. Queremos a gente despierta, que coloque rauda y veloz los elementos en las cintas transportadoras, las empaquete bien en las bolsas, pague y se vaya, dejando hueco para más personas que lleguen, paguen y se vayan.

No queremos zombies dormidos en las cajas, queremos trabajadores hiperactivos que saben hacer su trabajo (en este caso, su compra), sin hacer esperar y enfadar a los clientes que esperan detrás.

El cambio de dependientes no sólo viene dado por su falta de rendimiento. Que el cliente se acomode a ellos puede resultar una ventaja a largo plazo, pero una desventaja económica si llegamos a la conclusión que pueden llegar a la tienda, preguntar a “su amigo” el reponedor dónde están ahora las cosas, y que éste le conteste resolviéndole el problema. ¿Para qué se ha gastado entonces el equipo de marketing todo ese dinero cambiando la colocación de los productos si el efecto de búsqueda y exploración no se ha conseguido?

Los reponedores a hacer su trabajo, no ha indicar. Para eso están los encargados, que consiguen mandarles “a la zona” (no al sitio concreto) y de paso, indulgarles las ventajas de otros productos, a poder ser, marcas específicas.

A pesar de todo lo anteriormente nombrado, hay ciertos productos que no se deberían cambiar del todo en su localización en el supermercado. Son productos que han sido estudiados por los departamentos de marketing y distintos grupos de psicólogos, con los que se descubrió que, ya de por sí, sin necesidad de marearles, se podía conseguir el mismo efecto que se busca con la modificación de todos los productos. Son los siguientes:

La sección de panadería: Debe encontrarse al fondo del supermercado. De esta manera, el cliente que haya venido sólo a comprar el pan, tendrá que patearse todos los pasillos que separen la entrada de las barras. Igualmente, hayan cambiado las secciones de lugar o no, el sujeto tendrá tiempo para mirar todos los estantes que se cruce, desde comida a menaje, pasando por jardinería y dormitorios. Para que la función sea rentable 100 %, lo suyo sería poner las secciones menos visitadas entre la entrada y la panadería, como jardinería y dormitorios, que sólo se visitan si se está buscando algo en particular. Así se gana un público que se puede convertir en futuro comprador por haber visto algo que le guste.

Pastelería, pescadería y carnicería: Cuantas más especialidades tenga un centro comercial, mejor. Estas secciones producen colas de espera. Si se han colocado al fondo del supermercado, ocurrirá lo mismo que con la panadería. Pero las personas que estén esperando no sólo se fijarán en los productos que van a comprar de la sección a la que están a la cola, sino de los productos de alrededor. Normalmente se suelen colocar la sección de gourmet cerca de las colas, para que los consumidores piensen y piquen el anzuelo, así se lleven un buen vino que pegue con la carne y el pescado, o refrescos de diseño para acompañar ese postre.

Nada más entrar, dando paso a las cajas, debe ir la sección de detergentes. No sólo detergentes, sino todo aquello necesario pero no se gaste con facilidad, como el menaje, ropa de cama... Cuando el consumidor haya terminado de comprar, deberá pasar por esta sección para llegar a las cajas, y tendrá que fijarse en los productos. Cuando vea algo que le guste o necesite, el haberse fijado ya habrá sido el primer paso para adquirirlo.

Una última colocación invariable: Al llegar a la caja, y cuando el consumidor esté más atento a lo que ha adquirido y está comprando, estará indefenso contra la última amenaza. Sobre todo si lleva niños.

Colocado a la altura de los ojos de los más pequeños, en las cajas de compra encontramos una sección que no se encuentra ni en alimentación. Todas las guarrerías y gominolas que se deberían vender en tiendas especializadas se encuentran ahí. Desde ositos de gominolas hasta caramelos Pez. Los huevos Kinder también tienen ahí su sitio.

Los padres, ya dispuestos a tener éxito en la compra, justo hoy que el niño se ha portado bien y no ha montando un escándalo (porque el padre ya se conoce la colocación del supermercado y ha evitado todos los puntos conflictivos, como la sección de juguetería y la de chocolates) se ven desprotegidos mientras suben la compra a la cinta y meten lo pagado en bolsas al ver a su hijo señalar cualquier elemento de esa sección. Si no se lo compran, va a montar una escandalera. Un pronto infantil, con lloros y pataletas, en la única zona de todo el centro comercial que está pintando con colores estridentes para que todo vaya más deprisa, y que está llena de gente igual de nerviosa que espera para pagar e irse.

La solución a todo el problema consistiría en engañar al niño antes de que viera las cosas, diciéndole que ya es mayor para ayudar a cargar la compra en las bolsas. ¿Dónde estamos colocando al niño? En el lugar más alejado de esa sección de variedades: Al extremo opuesto de la cinta trasportadora.

Y la hemos llamado sección de variedades porque, justo encima de los alimentos dedicados a los más golosos y a los pequeños, encontramos chicles contra el mal aliento, recargas de móvil, tarjetas de ayuda humanitaria (el mejor lugar para ponerlas, justo en la meta de la compra, para que te sientas mal por todo lo que has comprado mientras piensas en esos pobres tercermundistas que no tienen de nada) y pilas con sus recargadores oficiales.

El mejor lugar para dejar unas pilas, encima de gominolas.

Por Antonio Rodríguez García

Altura de los productos en los estantes

El posible consumidor se distingue del consumidor directo en que el primero no tenía en mente la adquisición de una serie de marcas. Iba con la idea de comprar un producto, pero no se decantaba por ninguno en especial. Al llegar al supermercado, se encontrará que, no sólo tendrá que recorrer todos los pasillos hasta encontrar la solución a sus problemas (para eso se adquiere un producto, para solucionar un problema), sino que una vez llegue a la sección que lo abarca, se enfrentará a todas las tentaciones que le pongan por delante.



La primera tentación es el efecto visual producido por las góndolas. Las góndolas son estantes móviles que se ponen perpendiculares a las entradas de los pasillos, de modo que al ir a una sección, ya se encuentran una marca apartada del resto, colocada en una posición de prestigio: A la entrada. Pero no nos dejemos engañar. No todos los compradores piensan que la góndola va a vender una marca mejor que el resto. De hecho, podrá pensar, como se viene haciendo, que le están tratando de vender algo desfasado, que es invendible, que tiene pocos adeptos, o, que es un producto nuevo, poco probado, y que tratan de usarle como conejillo de indias.

La colocación de los productos en las vitrinas sigue unas reglas de oro que todo comerciante conoce. Las estanterías se dividen en tres niveles: el primero está a ras del suelo; el segundo a la altura de las manos; y el tercero se localiza a nivel de los ojos.

 Es en estos dos últimos donde las ventas son superiores, al estar ubicados en lugares de fácil visualización y poder coger los productos con mucha comodidad. Mientras que si el estante está a ras de suelo, las ventas son menores al tener que agacharse para tomar el artículo. Según esta distribución, los artículos de venta obligada estarán a nivel del suelo y el resto en los otros dos niveles para provocar su compra. Y es que lo que el cliente puede tocar, coger y comprar se vende.

 Todo está pensado para que no se enfade o se agobie por los continuos choques con los carros. Por ello, el ancho de los pasillos es como máximo de tres carros, lo justo para que usted no tenga más remedio que detenerse y ver los productos de ambos lados

Al consumidor se le engaña colocando los productos que se le quiere vender a la altura de los ojos. Las marcas se disputaban entre ellas la colocación de sus productos en esos stands. Cuando el marketing no había estudiado estos efectos, el fabricante o distribuidor no se preocupaba más que diseñar un paquete llamativo, y esperaba que el mayorista y el minorista se encargasen de que la colocación ya fuese vistosa para el comprador. Tras las investigaciones de marketing, los mayoristas consiguen grandes descuentos a la hora de adquirir productos si negocian la colocación de estos en sus stands.

Debemos tener en cuenta que los productos no perecederos pueden durar meses en un stand, e incluso, pueden ser devueltos al fabricante si no se venden correctamente, pues no han conseguido llamar la atención o satisfacer al consumidor.
Pero los productos perecederos no cuentan con la ventaja de poder ser devueltos, pues al caducar ya no se pueden consumir (Menos la leche, que una vez caduca, puede ser repasteuriza, hasta 4 veces. Para comprobarlo, basta buscar un número entre el 1 y el 4 en la base y descubriremos cuántas veces ha caducado esa leche en un supermercado, y ha vuelto a ser tratada para la venta), y no sirven para la venta. Y si un producto no se vende, el mayorista dejará de adquirirlo para que no ocupe espacio en su almacén y no conseguir ningún beneficio de ello.

Cuando se habla de “altura de los ojos” se está calculando una media de metro setenta – ochenta de alto, que es, dicen, la altura media. Creer en una altura estándar como una altura media real supone la incorporación en el mercado del concepto “altura de los ojos particulares”, puesto que no todo el mundo mide lo mismo. Desgraciadamente, este concepto no se toma en serio, y es una pena, porque supondría la segmentación tanto de mercado como de consumidores. Imaginemos que los fabricantes se pegaran por la “altura de los ojos particular” de los hombres y mujeres de dos metros, porque esos consumidores realzan y estilizan más la marca. Ejemplo: Sacar un petitsuis para adultos, y ponerlo en el estante de los dos metros. Se formularía ya de por sí, sin necesidad de publicidad, la teoría de que esos hombres tan altos han acabado así de tanto tomar petitsuis de pequeños. “A mí me daban dos”, y así has acabado, así.

Pero la única teoría defendible por los fabricantes es la altura de los ojos media, y eso supone colocar todos los productos que se quieren vender en la banda del metro setenta. Ahí se colocarán los productos más rentables, con más imagen de marca, que corresponden con los más caros. Es lógico, una curiosa espiral de necesidad: Necesitan un producto que sepan que funcione, pues recurren al más anunciado. Como el más anunciado es el que se lleva más beneficios, al ser el más solicitado, le suben el precio. Al tener más adeptos, el fabricante o el distribuidor le sube el caché, para que el público, o futuro consumidor, lo vea y se diga “claro, es caro, pero es que es el mejor”. ¿Es realmente el mejor? Posiblemente no, pero es el que la gente compra, por estar todo el día anunciándose.

La teoría más simple de colocación de baldas nos haría imaginar una estantería con tres estantes. El del medio sería el conocido como altura de los ojos, donde se colocan los artículos más caros, así lleguen antes a la mente del consumidor. El estante de arriba podría llevar las ofertas, productos no tan buenos o no tan caros, con carteles colgantes donde se indique a qué precio está hoy o cuántos se puede llevar por un precio distinto, que caen casi a la altura de los ojos. Y la balda de abajo sería para la competencia del producto estrella. Sería una estupidez pensar que un supermercado sólo va a tener una marca de cada producto. Puede haber hasta cuatro, cinco… de cada uno. El producto que se quiere fomentar es el que le ha pagado más o le ha hecho mejor oferta en la distribución. Este efecto se ve mejor en los bares: Un bar no elige entre vender Coca cola o Pepsi, no es una decisión que tome el encargado como si eligiese el ambiente del local. Es a la hora de hacer un pedido cuando los distribuidores le hacen las ofertas. Seguramente en España Pepsi sea mucho más barata, y los que elijan dispensar Coca cola piensen que por su calidad y fama van a conseguir más clientes. Este dilema se soluciona como todos, con conocimiento. Si el dueño del bar siguiese algún estudio de marketing, descubriría el más famoso de todos, el test de afinidad a ciegas. Este test se realiza aún hoy en día, y consiste en preguntar directamente a un sujeto qué le gusta más, la Coca cola o la Pepsi. A quien conteste Coca cola se le somete a una segunda prueba, vendarle los ojos. Una vez cegado, se le da una cata de dos chupitos de bebida. Uno de Coca cola y otro de Pepsi. ¡Sorpresa! El sujeto elegirá Pepsi por el sabor… pero pensando que es Coca cola.

Pues con la balda de debajo de las estanterías sucede lo mismo. Se sitúan marcas de diferente calidad, con distinto nivel de marca, a esperas de que los consumidores no se sientan monetariamente capacitados para adquirir los productos estrellas y les den una oportunidad. Pero diferente y distinto no significan inferior. Muchas buenas marcas, grandes soluciones a los problemas para las que se crearon, se ven boicoteadas por los propios vendedores por no haber dado, a la hora de ser distribuidas, una oferta mejor.

Pero para que un centro comercial tuviese sólo tres baldas debe de tratarse de un comercio de barrio, y no de una gran estructura. En los grandes centros comerciales, las estanterías vienen a tener cinco baldas, y la distribución cambia.

La primera, la más alta, sigue teniendo los productos en oferta, con las etiquetas cayendo hacia los ojos del consumidor. Debajo, la balda conocida como “altura de los ojos”, de la que ya hemos hablado suficiente, con su marca estrella (por cierto, en los grandes almacenes, las marcas estrellas pueden ser dos o tres, compartiendo balda).

Debajo, la balda conocida como “altura de las manos”. Esta balda tendría el número dos en el ranking de poder. Los consumidores abrazados a la (no tan) nueva religión del consumismo, al ir a comprar un producto que no necesitan, lanzan el brazo hacia la marca más cercana. Podrán estar viendo el producto más caro, pero la distancia ha elegido la tercera balda. Esto es debido, sobre todo, a si el consumista va acompañado o no. Si fuera solo, quizá el consumista se hubiese tomado más libertad a la hora de comparar calidad / precio, y se hubiese dejado engañar por las luces brillantes de la balda segunda (es una metáfora, no tiene por qué haber lucecitas brillantes físicas). Pero si va acompañado, el éxito de llevarse el producto depende de la velocidad de negación que tenga la mujer / marido. Si el producto ya está en el carro, es más difícil ver a alguien adulto requisar el producto y devolverlo al estante cuando lo había cogido otro adulto. Si fuese un niño, pase, pero siendo un adulto…

Viene bien tocar el tema de los niños, puesto que la siguiente balda, la cuarta, está pensada para ellos. La balda conocida como “altura de la vista del niño” sitúa en ella los productos destinados a ellos. El truco consiste en que, en cuanto el niño los vea, querrá meterlos en el carro. Aún existen hijos buenos que antes de actuar preguntan, pero en mayor medida, se producirá el juego “¿Qué he metido en el carro?”. Evidentemente, esta balda no siempre tendrá esa función, puesto que no todos los productos tendrán marcas para los más pequeños. En la sección de chocolates (la sección sería de alimentación o dulces, pero centrémonos), la cuarta balda tendría tabletas de Lacasitos, mientras que las baldas de arriba tendrían Chocolate Valor, placer adulto. Pero en la sección de detergentes, no queda duda que no pondrían nada para los más pequeños. Como mucho, la cuarta balda de detergentes debería venir con abre difícil, para que los niños no se intoxicaran.

Esta altura también se da en las cajas de la compra. La manipulación más baja a la que llegaron los mayoristas. Colocaron a plena vista de los niños gominolas, chicles… Justo cuando los padres pensaban que el suplicio de llevar al niño protestón por el centro comercial había acabado, y podían centrarse en repartir su compra por una cinta corredera, para ver cómo el precio final iba aumentando y aumentando… El niño les pide los caramelos Pez situados estratégicamente. O los huevos Kinder. La última frontera que deben pasar los padres. Si el niño no ha llorado durante el trayecto consumista, lo hará en la caja porque no recibe el premio del mostrador. Lo han puesto a la altura de sus ojos, lo han puesto para él, y al final no se lo dan.

La última balda de la distribución de a cinco, correspondería con la balda más baja de la distribución de a tres. Productos menos famosos y más baratos que pasan desapercibidos para todos menos en tiempos de penurias. Están ahí, no salen por la tele, y si lo hacen ni te has fijado, son mucho más baratos, pero poca gente confía en ellos. Y si no lo hacen, es simplemente porque no los han probado.

Toda esta distribución funcionó a la perfección hasta la aparición de las marcas blancas. Las marcas blancas suponían que el distribuidor mayorista se convertía también en fabricante. Por tanto, debía hacerle llegar al consumidor su producto por delante del resto de marcas. ¿Dónde se colocarían? Pues en dos bandas particulares: La de altura de los ojos y altura de las manos.
El propio distribuidor estaba robando espacio (aunque robar es demasiado acusativo, teniendo en cuenta que realmente ese espacio es suyo) a las otras marcas. Los acuerdos de fabricante / distribuidor varían. Ahora los fabricantes están compitiendo contra unas marcas contra las que no pueden ganar. El espacio en las baldas se ha reducido, pues las blancas ocupan un puesto fijo irremplazables.

El consumidor se encuentra ahora con que la marca blanca, con la calidad garantizada por parte del propio centro comercial donde está comprando, no de un fabricante externo al que no podría llegar, choca directamente contra sus sentidos. La primera impresión (segunda balda) y la compra compulsiva (tercera balda) son suyas. ¿Será el fin de la guerra de las marcas? Aquí es donde de nuevo se ha engañado al consumidor.

Es cierto que las marcas se pueden llegar a enfadar con el distribuidor, pero… ¿Qué van a hacer? ¿Pasar de los mayoristas y los minoristas e ir directamente al público? No pueden hacer eso los fabricantes. El chollo de competir por el mejor sitio simplemente con ofertas de distribución se acabó, pero llegó otro imperio, otra mina de oro. Las marcas blancas deben de fabricarse en algún lado. El mayorista no las crea él mismo, sino que cede concesiones eternas para cada tipo de productos. Así, los cereales Hacendado los crea Kellogs, quien ha perdido espacio en los estantes por culpa de las marcas blancas rellenas del mismo producto, pero ha obtenido beneficios al venderlo. El distribuidor se ha convertido en otro consumidor de un mayorista que es la fábrica. Una nueva marca ha nacido, pero está rellena de otra ya existente.

El usuario consume estos productos, sabiendo que son de marcas prestigiosas, pensando que está ganando al sistema por poder llevárselos más baratos. Puede ser así, pero puede que, al confiarse, adquiera también productos de marca blanca que no provengan de marcas tan prestigiosas y no cumplan su objetivo a la perfección. Será cuando se dé el batacazo y desconfía de todo, regresando a las marcas transparentes. Un peligroso juego basado en la confianza en el que el usuario apuesta su confianza o su dinero. Quien no pierde es el fabricante, pues el espacio que le habían requisado se ve recompensado en beneficio económico al tener que elaborar el contenido de las marcas blancas.

Por Javier Ceballos